
Todas las mesas repletas. Un ambiente íntimo, con luces que, aunque tenues, encandilaban los ojos de Ana.
El último par de semanas y media habían sido un solo remolino de confusiones. Sentía que sabía como estaban las cosas, pero al mismo tiempo no estaba del todo segura. Tenía la sensación de que algo no estaba en el lugar donde había estado en los meses anteriores.
Quizás la escasez de llamadas, de palabras, de atención. ¿Qué había pasado con el cariño de tiempos no tan pasados?
Sin embargo, como inconsciente negación estaba convencida de que lo que ella pensaba que no era más que el fruto de su angustia, era la absoluta realidad.
Sin embargo no había mucho más lugar que recorrer. No le bastó mucho para ubicar, sentado en la barra de tragos, a la única persona que ansiaba ver. A la única persona sin acompañante, o por lo menos aquella noche.
-Pablo!
-Ana..!
-Tanto tiempo, ¿no?- Dijo Ana, jugando. Riendo, se aclaró- No te preocupes, yo sé que andas con los parciales. Vos estudia, no te preocupes por mí. En serio. Esa es una de las cosas que mas me gusta de vos, ¿sabes? El que seas tan responsable...- Dijo, dándose vuelta para pedirle al barman un vaso de agua mineral con gas.
Cuando se volvió, se encontró con Pablo mirando sus manos, las que se movían algo nerviosamente, como quien no sabe qué decir o cómo.
-¿Te pasa algo?- Le preguntó entonces.
-No...- Le respondió Pablo, y volviendo a mirarla, se corrigió- Bah, si... O sea... Es complicado...
Así en media hora, entre balbuceos y hesitaciones, Pablo lanzó sus pensamientos. Sus sentimientos. Sus verdades.
No se trataba de parciales, o de poco tiempo. El tiempo estaba, y él lo tenía, pero no para ella. El amor se fue más rápido que las hojas en otoño, y era demasiado tarde para recogerlas.
Sin decir una palabra, Ana se levantó de su asiento, y sin siquiera mirarlo, se dirigió hacia la puerta para perderse por las calles mojadas y destempladas de Corrientes.
El barman apoyó sobre la barra el vaso de agua mineral. Pablo se quedó observándolo... Como las burbujas subían, y desaparecían. Algo así como la lágrima escurridiza que alcanzó a divisar en el rostro de Ana, antes que ella también desapareciera esa noche.
La soledad penetraba por los poros. No había nadie por la calle. El viento, las gotas heladas, nada importaba. La verdad a veces duele más que las punzadas del frío más helado.
Y así es como la sentía ella.